11 jul 2010

Ya anciana, escribo sobre mi escritorio. Es un escritorio de madera, es sándalo, si uno se detiene a sentir, puede llegar a olerlo. Tengo el pelo largo y canoso envuelto en un rodete. Estoy sola. Mi casita esta en un bosque. Cerca de acá pasa un río. Escucho como el agua golpea contra las piedras. Todos se fueron. Estoy sola. Afuera la oscura noche. Adentro me cobijan las velas. Tengo sobre la falda una manta que tejí al crochet, muchos años atrás. La manta tiene los colores de mi vida. Este fin de semana la familia me vino a visitar. Ahora no están, se fueron a pasear al pueblo. Yo les insistí. Quería estar sola en este momento. Quiero esperarla sola. Y acá estoy: esperándola. Se que quedan pocos minutos para que llegue. Y ya no tengo miedo. Escribo sobre mi vida, como bordándola. Mi vida cabe en los colores de esta manta que abriga mi regazo. Escibo como bordando. Me acuerdo de ese amor que no fue. Y también el odio, la frustración. Y recuerdo, también, que ese odio hacia mí misma, se transformó de nuevo en amor. Por eso no tengo miedo. Porque así como el pelo de la oveja se convierte en lana, y la lana en manta, y la manta en abrigo, el dolor en amor y la muerte en la vida. Y viceversa. Escribo mi vida como bordándola, o bordeándola. Escribo porque quiero morir escribiendo. Exalando una palabra o una frase que me haga suspirar. Una palabra o una frase que me ayude a atravezar el mar: las grandes aguas. Un suspiro que apague las velas y a mí al mismo tiempo.

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